domingo, 27 de febrero de 2011

Olores

Dedico esta entrada, cómo no, a Jacob Varela.

En Cádiz huele bien, no huele a playa, pero huele a mar. En algunos sitios huele un poco a verano, a blanco, y como no, a azul y a amarillo. Huele a comida y a descanso. A pescaíto frito.

En los bares, por la noche, huele “regular ná más”. Un bar al que fuimos olía a piscina interior, otro parecía que había alguien lavándose las manos continuamente con litros del jabón ese rosa barato que a veces ponen en los restaurantes. Otros huelen a sobaco, a ron y whisky reseco, a detergente usado o a fregona podrida. Pero ninguno huele a tabaco, ese humo que antes cubría todos los olores ha desaparecido desde enero, dejando paso a la cruda realidad de olores pestilentes que vamos dejando atrás los humanos.

El barco tiene un olor caraterístico. En cubierta huele a gasoil, es un olor fuerte, a grasa, a petróleo, mezclado con el olor a mar. El laboratorio huele a una mezcla de restos bentónicos, huele a gente, a sal, a barro.

La cocina huele a cerrado, aunque la dejen abierta todo el día. Mi camarote a ratos huele bien, cuando Alejandra y yo nos duchamos o cuando aireamos. Pero a veces sale un olor a cloaca de las cañerías que invade el camarote y el pasillo. Los pasillos huelen raro, a rancio. Es un olor que no conocía. Quizás es un olor del pasado.

Los peces no huelen tan fuerte como en los restaurantes, en el súper o en el plato. Todavía no les ha dado tiempo a pudrirse y huelen bien, a fresco, a mar, a animal. 

Me gusta el olor a mar. Me gusta el olor de las olas al romper contra las rocas, contra el costado del barco. El olor del viento del Golfo de Cádiz.

No echo nada de menos el olor a Madrid. Bueno, quizás un poco. Creo que esa contaminación engancha. Además, además de a contaminación, Madrid huele a sol, a asfalto, a hojas, a vida.

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